miércoles, 14 de junio de 2023

EL PINTOR DE LA CORTE

 —¿Has terminado por fin mi retrato?

El Rey entró brincando en un salón inundado de luz y se dirigió con notable celeridad hacia el rincón donde Goya se afanaba ante un caballete, la paleta en una mano y el pincel en la otra. Estaba embadurnado de pintura hasta las orejas y daba la impresión de que más que pintar un cuadro se pintaba a sí mismo.

—¿Y bien? ¿Cómo va esa obra que han de contemplar los siglos?

—Aún no está acabada, Majestad.

—Ya he perdido la cuenta de las veces que me has dado esa respuesta.

—No era esto lo acordado —refunfuñó Goya.

—¿A qué te refieres?

—Su Majestad me pidió que le hiciera un retrato.

—En efecto.

—Supuse que sería el suyo propio.

—Y lo es.

—No contaba con la presencia de la Reina.

—¿Tienes algo en contra de la Reina?

—Nada. Sólo que ya no es un sujeto a retratar, sino dos.

—¿Sujeto?¿Qué manera es esa de referirse a mi excelsa persona y a mi no menos excelsa consorte?

—No era mi intención mostrarme impertinente: es la manera que tenemos los pintores de referirnos al objeto a retratar.

—No me vengas con enredos gramaticales. Ni sujeto ni objeto. Soy un monarca de los pies a la cabeza, corona incluida.

—No lo pongo en duda.

—Y qué más te da uno que dos. Tú pintas muy deprisa. Para crear el fondo sólo tardaste dos años y medio.

—El problema es que no son ni uno ni dos. También están los infantes, que son cuatro. Dignos sucesores de la corona, sin duda, pero cuatro al fin y al cabo. Lo cual, sumado a lo anterior, hace un total de seis.

—¿Y eso le asusta a un as del pincel como tú? Aún recuerdo que sólo empleaste seis meses en trazar el boceto de una cabra.

—Es que también están las infantas, que son cinco. Y con eso ya van once.

—¿Y qué? La reina y yo procreamos a todo tren. Más la reina que yo, he de reconocerlo. Hay que garantizar la continuidad de la institución al menos las siguientes veinte generaciones.

—Loable esfuerzo por su parte. Y admiro también su ímpetu amatorio. Pero me estoy quedando sin espacio en el lienzo.

—Coge uno mayor. Pinta un cuadro enorme, grandioso.

—Es la vigésimo quinta vez que rehago la tela. Sus vástagos tienen la peculiaridad de que no sólo nacen, sino que crecen.

—Entonces deja mucho espacio vacío alrededor para futuras ampliaciones.

—Me resulta imposible. Su Majestad se ha empeñado en meter también a su ayuda de cámara, a su actriz predilecta, a su jardinero, a su cochero, al bufón y al pekinés cruzado.

—Eso lo hago para fomentar una imagen de cercanía al pueblo.

—Y la Reina, a su vez, ha querido meter a su valido favorito, a sus catorce doncellas, a su costurera de referencia y a cierto mariscal importante.

—¿Y quién es la Reina para decidir nada? El que reina soy yo.

—Hay cierta controversia al respecto.

—¿Quién osa poner en duda mi autoridad?

—La última encuesta de opinión.

—¿Y eso qué es?

—Un sondeo para saber lo que la gente piensa.

—¿Un sondeo? Háblame en cristiano.

—Consiste en que unos cuantos individuos van de aquí para allá haciendo preguntas capciosas, anotan las respuestas en una tablilla y luego se entretienen sumando y dividiendo.

—¡Qué divertido! ¿Y a qué conclusión han llegado?

—Parece ser que el noventa por ciento de la aristocracia, el setenta por ciento del ejército y el sesenta y cinco por ciento del pueblo llano piensan que quien está detrás de todo es la Reina.

—Curioso. ¿Y tú qué opinas?

—A mi me pagan por pintar, no por opinar.

—Supón por un momento que te pago por opinar. Opina, pues.

—Modestamente, creo que su Majestad reina sin reinar, y la Reina, en cambio, reina reinando.

—Oséase, que la que de verdad manda es ella, vamos.

—Algo así.

—Lo suponía. ¿Y qué planes tiene la Reina?

—Convendría preguntárselo a ella.

—No puedo. Hace tiempo que no intimamos. La fase procreativa quedó atrás.

—¿Tampoco se hablan?

—No mucho. A veces nos saludamos a distancia.

—Así va el país.

—¿No serás socialista, por un casual?

—Lo seré dentro de dos o tres siglos. Ahora mismo soy un mísero pintor de la corte.

—¿No te gusta tu oficio?

—Llegados a este punto, empiezo a detestarlo. No me gustan las multitudes. Lo mío es la naturaleza muerta.

—Hagamos una cosa. Te eximo temporalmente de tus obligaciones a cambio de que fisgues un poco por ahí y te enteres de cuáles son las intenciones de la Reina. Yo me distraeré un rato con tus pinceles. Siempre soñé con dedicarme al arte abstracto. Creo que voy a decorar un poco mi corona. Le daré un toque art decó.

—Como guste.

—El gusto es mío. Ve, pues.

Goya dejó la paleta y se fue. El Rey dedicó una hora a pintar monigotes en su corona, mezclando todos los colores que tenía a mano. Cuando terminó, se la ciño y se miró en el espejo de cuerpo entero del armario empotrado. Acababa de ingresar en la Modernidad.

—Malas noticias —escuchó que decían a su espalda. El pintor estaba de vuelta.

—¿Qué se dice por ahí?

—Mientras hablábamos, el Heraldo Desteñido ha pu-blicado otra encuesta de opinión.

—¡Maravilloso! Ahora que ya sé lo que son, les estoy cogiendo gusto. ¿Y qué dicen esas deliciosas encuestas?

—Que el 96,5 por ciento de la aristocracia, el 87,1 por ciento del ejército y el 74,3 por ciento del pueblo llano verían con muy buenos ojos que su Majestad fuera derrocada.

—Vaya, vaya… ¿Y nadie me apoya?

—Sí, el clero. 61,2 por ciento.

—Ingratos. Les he dado a todos ellos hacienda y fortuna y así me lo pagan. Bueno, al pueblo llano no le he dado nada, así que hasta cierto punto lo entiendo. Pero, ¿qué les ha dado la Reina?

—Tampoco les ha dado nada. Pero cae más simpática.

—¿Y eso por qué?

—Quizá porque se maneja mejor en las redes sociales. Vivimos en un mundo de apariencias.

—¿Tan pronto? Yo pensaba que este tiempo nuestro era más auténtico.

—Ya le advertí hace mucho que debía crearse un perfil regio en la red social Mentiderus. Su Majestad ha perdido la batalla de la imagen.

—Entiendo. No es tan importante lo que haces, sino lo que parece que estás haciendo.

—Eso mismo.

—¿Y qué crees que debo hacer ahora?

—¿Me lo pregunta a mí?

—Claro, aquí no hay nadie más.

—Yo en su lugar abdicaba. Si no le quieren, para qué insistir.

—Eso digo yo. Abdico en el primer infante y que discuta él con la Reina.

—Lo malo es que tampoco quieren al primer infante.

—No es cuestión de que lo quieran o no, sino de pasarle el marrón. Yo abdico y hago mutis por el foro. Me voy a Mallorca, ¿te vienes?

—Bueno.

—Pues recoge tus bártulos y espérame en el carruaje. Yo conduzco. Después de pintor abstracto, siempre soñé con ser piloto de carretas.

***

(Lee más historias en el libro GROUCHO SE DIVIERTE Y OTROS RELATOS CÓMICOS.)

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