miércoles, 14 de junio de 2023

EL DOBLE PISTOLETAZO DE LARRA

El mayordomo asomó con cautela por la puerta entreabierta y allí estaba Larra, derrengado en un sofá, el rostro estragado por el insomnio, una mano colgando indolente del respaldo y la otra sosteniendo desmayadamente la copa vacía. La luz del sol se filtraba a duras penas a través de los gruesos cortinajes y la pieza se hallaba envuelta en una nube de cigarro que apestaba a vino y soledad mal digerida.

—Señor, ya amaneció —informó el mayordomo.

—Me lo imagino —respondió Larra.

—¿Quiere que abra las ventanas y ventile un poco?

—No. Déjalo como está. Me gusta así.

—¿Puedo preguntar por qué, si no le incomoda?

—Sí me incomoda. Así que vete.

—Como guste.

El mayordomo conocía el carácter epidérmico de Larra y no insistió. Llevaba sirviendo en su casa desde hacía dos décadas y había visto de todo, más incluso de lo que conviene ver. Era consciente de su posición subordinada de fámulo y poco más cabía esperar. Sin embargo, su madre le había dado el pecho a Larra como ama de cría siendo éste un bebé y cuando ella murió le legó un consejo inapelable: «No dejes solo a ese infeliz. Jamás sabrá valerse por sí mismo. Tiene tendencia a ser desgraciado». Sus palabras, ya deshojadas por el tiempo, resonaban ahora en sus oídos con una vigencia renovada.

Él llegó a mayordomo en esa casa tras pasar por los diversos oficios domésticos que se estilaban en aquella época, uno tras otro, hasta alcanzar un nivel superior dentro de la más estricta observancia de las normas al uso. Por eso veía a Larra con una mezcolanza de displicente paternalismo entreverado con la sumisión servil propia de los tiempos que corrían. Sabía qué papel le tocaba representar.

Ese día recordó las palabras de su madre y éstas se confundieron en su mente con su personal opinión de aquel sujeto, al que consideraba un simple niño malcriado al que la fortuna, o tal vez otra cosa, había librado del triste estorbo de la lucha por la supervivencia. Ausente de las servidumbres que impone tener que ganarse el pan, podía permitirse el lujo de malgastar su tiempo en veleidades literarias, en soñar con amores imposibles o en juguetear con la idea del suicidio. Idea que a él, que había aprendido a conocerlo mejor que su propia madre, intuía rompía los diques de su mente en ese preciso momento, como un inoportuno oleaje que irrumpe en un salón repleto de trastos inservibles. Así que, resignado e imbuido por un sentido del deber largamente inculcado, volvió sobre sus pasos.

—¿Está seguro el señor de que no necesita nada?

—¿Puedo preguntarte una cosa, Anselmo? —replicó Larra, sin apartar la vista de las sombras.

—Claro, señor, pregunte lo que quiera.

—¿Qué es lo más importante para ti en la vida?

—¿Lo más importante? Pues no sé. Me pilla usted de improviso.

—Haz un esfuerzo, Anselmo. Piensa.

—Ya lo hago, señor. Así de primeras… Tal vez mi em-pleo, mis hijas, mi mujer.

—Has dejado a tu mujer en último lugar.

—Sí, lo sé, pero, ¿qué tiene eso  que ver?

—Tiene que ver, Anselmo, con el sentido de la vida y con el orden de prioridades que uno tiene.

—¿Y cuáles son las suyas, si me es lícito preguntarlo?

—Antes tenía otras. Pero ahora sólo creo tener una: el amor. Y no lo tengo.

—Pero usted lo tiene todo. Es rico. Ha triunfado en su profesión. Es reconocido por todo el mundo. Puede hacer lo que quiera.

—Ése es el problema. Que puedo hacer lo que quiera, pero no tengo a nadie que me quiera.

—Señor, si me lo permite, sabe que cuenta con mi aprecio.

—No me jodas, Anselmo —se revolvió Larra—. No quiero tu aprecio, quiero el amor de una mujer.

—Pero señor, usted tiene a su alcance a todas las mujeres del mundo.

—Ése es el otro problema. Yo sólo quiero una.

—Disculpe. Usted tiene dónde escoger. Me consta que hay varias que le rondan.

—Yo sólo quiero una —remachó Larra, obstinado.

—Bien, pues no tiene más que elegir —repuso Anselmo con sorda impaciencia.

—Ya elegí.

— ¡Albricias! ¿Y quién es la afortunada?

—Dolores Armijo.

—San Pancracio me asista… —murmuró Anselmo para sí.

—¿Ahora te da por ponerte a rezar?

—Señor, si desea que le haga partícipe de mis pesquisas personales, esa mujer está casada.

—¿Y qué?

—Pues que está unida por el vínculo indisoluble del matrimonio con otro hombre.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—¿No es usted católico?

—Para nada. Soy un librepensador y un escritor romántico.

—Me permitiré ilustrarle al respecto. Según los cánones, cuando una mujer católica se casa con un hombre católico, se casan para siempre.

—Pero yo no soy católico.

—Ahí es donde, en mi modesta opinión, se produce una nota discordante. La cuestión es que no es con usted con quien se ha casado, sino con otro.

—Pues que se descase y se case conmigo.

—No es tan fácil. Sería menester una bula pontificia.

—¿Una burla pontificia? ¿Encima cachondeo del Papa? Lo que me faltaba…

—No. Me refiero a un edicto donde se declara nulo el matrimonio por causas de fuerza mayor.

—¿Y cuáles serían esas causas de fuerza mayor?

—Que el matrimonio no se hubiera consumado, es decir que no hubiera concurrido coyunda carnal; que uno de los dos contrayentes manifestara serios signos de desequilibrio mental; que uno de los dos profesara una religión diferente o, en su defecto, una alternativa o abiertamente contraria a los principios de la fe unánimemente admitida como única y verdadera; o bien cuando uno de ellos cometiera desacato al santo sacramento del matrimonio mediante alguna práctica proscrita por…

—Anselmo… —suspiró Larra.

—Diga, señor.

—Acércame la pistola que está en la cómoda.

—¿Para qué, señor?

—No preguntes. Dámela y sal de aquí.

—Lo que usted disponga.

Anselmo sacó de la cómoda el vetusto pistolón envuelto en un polvo muy antiguo y lo entregó ceremoniosamente, con sus manos enguantadas, a un Larra yacente y febril.

—Ahora vete, y le dices al loro lo mismo que me acabas de decir, palabra por palabra.

—¿Todo?

—No. Sólo la última parte. La que hace referencia a las causas de fuerza mayor para la declaración de nulidad del matrimonio eclesiástico.

—¿Puedo preguntar el motivo, señor?

—Será mi testamento sonoro.

—Usted manda.

Anselmo salió. Miró los desconchones de las paredes. Aquella mansión necesitaba una urgente mano de pintura. Mientras rebuscaba en la memoria las palabras de su madre con la vana esperanza de una postrera indicación que le ayudara a salir del paso, sonó el primer disparo. Un sonido seco, seguido de una imprecación.

—¡¡Anselmo!!

—¿Señor?

—Aquí no ha pasado nada.

—¿A qué se refiere?

—A que he apuntado este maldito trasto contra mi sien, he apretado el gatillo y sólo ha hecho ‘clic’.

—A lo mejor tiene un defecto de fábrica, señor.

—¿Qué defecto de fábrica ni qué niño muerto? ¡Esta pistola está descargada, Anselmo! Tráeme balas. ¡Ya!

—Sí, señor.

Anselmo subió al desván, luchó con una puerta carcomida cuyos goznes gañían por el desuso, logró abrirla, entró en un espacio habitado por un polvo acumulado por siglos de incuria y bajó sudoroso con un cartucho de balas prehistóricas tan empolvadas como el pistolón de su amo.

—Pruebe con éstas —dijo hoscamente, y se fue, enjugándose las gotas de sudor que perlaban su frente asediada de arrugas.

Salió al pasillo y contempló con amargura los desconchones de las paredes, de un amarillo sucio. Los mismos desconchones que habrían contemplado su madre y quizá su abuela como único patrimonio familiar tangible. Tres generaciones sirviendo a un amago de burguesía venida a menos que fingía seguir siéndolo. Una memoria colectiva hecha de retazos de paredes carcomidas con olor a moho. En esto sonó el segundo disparo.

—¡¡Anselmo!!

—¿Señor?

—Aquí sigue sin pasar nada —se quejó Larra desolado, echando el pistolón a un lado.

—¿Qué ocurrió?

—Que disparé. Escuché un estruendo acompañado de un fogonazo. Ante mis ojos pasó mi existencia entera en una fracción de segundo que era a la vez una eternidad. Después el desmayo, la oscuridad. Y de pronto estoy de nuevo aquí.

—¿Qué me está diciendo?

—Te estoy diciendo que las balas eran de fogueo.

—¡No me diga!

—Sí te digo.

—¿Y ahora? ¿Ha entendido por fin que el destino no quiere que lleve a cabo semejante despropósito?

Larra agarró a Anselmo por las solapas y lo atrajo a sí, exhalándole en pleno rostro un tufo a alcohol revenido.

—Lo que el destino me está diciendo es que bajes ahora mismo a la armería de la esquina y compres balas nuevas, resplandecientes, fatalmente mortíferas.

—Lo que usted diga.

Anselmo volvió al cabo de cinco minutos, con aire contrito.

—Los de la armería dicen que no tienen balas del calibre de su pistolón antiguo.

—¡Pero si era el arma de mi bisabuelo!

—Razón por la cual no tienen balas de ese calibre. Ya no les quedan. Es un arma que dejó de usarse hace al menos cien años.

—Anselmo, mírame a los ojos, ¿qué ves en ellos?

—Para serle sincero, señor, los ojos de un demente.

—Te equivocas. Son los ojos de un dandy romántico que muere de amor. Un amor no correspondido, un amor imposible. Diles que me suban un Kalasnikov. Con muchas balas.

Anselmo volvió a los diez minutos, más contrito si cabe.

—Dicen éstos que el Kalasnikov es un arma futurible, no sé muy bien a qué se refieren con eso; pero que no esperan la primera remesa hasta dentro de tres siglos o más; que si no se apaña usted con una navaja de Albacete. También tienen alfanjes japoneses. La única arma de fuego utilizable que les queda es un trabuco de estraperlo que cuando lo probaron prendió fuego a la tienda. Es todo lo que hay, señor. Pero se lo traigo, por si le sirve. Sólo le restan dos balines de plomo.

Larra se hundió en el diván, marchito por dentro. Alargó la mano sin mirar.

—Déjame ver eso.

—Por cierto, de camino aquí me pararon dos gendarmes —añadió Anselmo, entregándole el armatoste.

—¿Qué querían?

—Saber de dónde procedía el tiroteo. Según las ordenanzas municipales, está prohibido disparar antes del mediodía para no despertar al alcalde, que es dado a trasnochar.

—¿Y tú qué dijiste?

—Que cada tanto acontece que haya alguna refriega en el patio trasero entre bandoleros y fuerzas del orden.

—Anselmo.

—¿Señor?

—No tenemos patio trasero.

—Lo sé. Lo dije para despistar. En realidad pertenece al inmueble de al lado.

—¿Y?

—Nada, que asomaron por allí y recolectaron diecisiete cartuchos vacíos. ¿Usted sabe algo de eso?

—Puede.

—¿No me estará diciendo que usted…?

—Sí, Anselmo, estuve practicando ahí la semana pasada. Tú no sabes de lo que es capaz un hombre desespe-rado. Tiraba contra una botella vacía.

—¿Y acertó?

—Ni una sola vez. El pistolón de mi bisabuelo es muy pesado.

—Empiezo a entender por qué hay tantas farolas sin luz en el vecindario.

—Yo no tengo la culpa de que los cartuchos rebotaran contra la tapia.

En ese momento llamaron al portón. Alguien había deslizado una carta por debajo. Anselmo la recogió y la puso en manos de Larra. Éste reconoció en el acto la caligrafía de Dolores y rasgó el sobre con dedos inseguros.

Querido Mariano José:

Esta carta que te escribo es para romper, sin más. ¿Por qué? Porque eres un idiota. Tus poses de literato esnob y a la moda, como se dice ahora, ya no me conmueven. Hubo un tiempo en que me resultabas curioso, pero ahora te veo como un ser patético, pagado de sí mismo, que ha hecho del amor un ideal. Alguien que no es capaz de amar a otro por lo que es, con sus defectos y virtudes, sino en la medida en que re-presenta su propio ideal. Si en lugar de amarme a mí amas el amor, entonces, ¿para qué me necesitas? Yo no soy una de tus fantasías. Soy una mujer real. Si alguna vez me atrajiste, ahora me aburres. Prefiero un hombre que no se guste tanto a sí mismo y que sepa ver que, más allá de su ego, hay vida…  Ah, otra cosa, ya que andabas tan ocupado con tus historias y entelequias, he ido trabando amistad con Anselmo, tu mayordomo. Él está casado, como yo, y comprende ciertas cosas, sin pretender la exclusividad. El mundo está hecho así, mi pobrecito hablador. Qué quieres que yo le haga.

Hasta nunca.

D.

Larra, lívido, el rostro demudado, dejó caer la carta al suelo y miró a Anselmo, que se había situado prudentemente a unos metros de la puerta, presto a una fuga obligada.

—O sea que tú y ella…

—Sí, señor, desde el primer día.

—Y no fuisteis capaces de decirme nada…

—Señor, si me lo permite, usted no vive en nuestro mundo. Usted vive en una burbuja de ideales que nadie comparte. Nosotros, sin embargo, estamos aquí abajo. Vivimos, gozamos, sufrimos, comemos, bebemos, reímos. Usted se alimenta de sus propias ensoñaciones. Está sumido en un pozo de tristeza que se ha construido a medida. El mundo le parece mal, pero no es más que el reflejo de su propio ser.

—¿Me estás diciendo que no cumplo una función crítica en la sociedad?

—Mire, señor Larra, quizá algunos le hagan caso. Pero la mayoría va, como yo, como Dolores, a lo suyo. La vida es como es.

—Esto no va a quedar así.

—Pues ahí tiene el trabuco. Dispare, si tiene valor. Pero procure atinar porque sólo tiene dos balines.

Larra agarró el artilugio y lo apuntó a la cabeza del mayordomo. Apretó el gatillo y un trueno incipiente acompañado de una polvareda gris surgió de sus entrañas. Cuando el humo se disipó pudo ver el busto de Cicerón hecho añicos sobre el suelo: Anselmo se había agachado a tiempo. Contrariado, pero resignado ya a lo inevitable, apoyó al cañón contra su sien. Disparó otra vez y un aluvión de letras de papel aventadas al viento se esparció sobre los cielos de Madrid, sin llegar a crear ninguna de ellas, aun juntas, una frase coherente.

El loro contemplaba impávido la escena desde su jaula y por una vez no dijo nada. Los humanos son tan raros…

***

(Lee más historias en el libro GROUCHO SE DIVIERTE Y OTROS RELATOS CÓMICOS.)


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