Un día la CIA se
encontró con escasez de personal y realizaron una convocatoria para contratar a
un asesino a sueldo. Se presentaron tres aspirantes: dos hombres y una mujer.
Deciden realizarles una prueba práctica. Le dicen al primer hombre:
—Tras esa puerta se
encuentra su mujer atada a una silla. Coja esta pistola, entre y mátela.
El hombre coge la
pistola, dubitativo, se acerca a la puerta, la abre, y al ver dentro a su mujer
atada a una silla, se da la vuelta y les dice, apenado:
—No. Me están pidiendo
demasiado. Renuncio al puesto.
—No pasa nada. Otra
vez será —le contestan.
El segundo hombre se
muestra algo más decidido. Coge la pistola, se mete dentro de la habitación y
cierra la puerta. Al cabo de un momento sale, llorando a lágrima viva.
—Yo no puedo hacer una
cosa así —dice, sonándose la nariz con un pañuelo—. Les aseguro que lo he
intentado, pero creo que me he equivocado de profesión. No valgo para esto.
—No se preocupe —le
contestan—. Ya le llamaremos para otra cosa.
Le toca el turno a la
mujer. Agarra la pistola como si hubiera nacido con una de ellas en la mano,
entra en la habitación y cierra de un portazo. Se escuchan seis disparos y a
renglón seguido un estruendo infernal. Los encargados de la CIA se miran entre
ellos con sorpresa.
La puerta se abre y
aparece en el umbral la mujer, empapada en sudor y con cara de mala leche.
—Podían haberme
advertido ustedes que las balas eran de fogueo, porque lo he tenido que matar a
silletazos.
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