Le pregunta el cura al
monaguillo:
—¿Tú cuánto hace que
no te confiesas?
—No lo sé, padre.
—Yo sí. Hace más de un
mes. A confesarse ahora mismo.
Se van los dos al
confesionario. El cura se mete dentro (era lo habitual, por otra parte) y el
monaguillo se arrodilla delante.
—Dime hijo, ¿qué te
trae por aquí?
—Ha sido usted el que
me ha traído hasta aquí.
—Quiero decir, qué
pecados has cometido de un mes a esta parte.
—Ninguno, padre. Yo
soy un ser puro como un querubín.
—Vamos, vamos… alguno
habrás cometido, aunque sea pequeñito.
—Le aseguro que no,
padre.
—Veamos, te voy a
ayudar un poco: ¿quién se come las hostias que guardo en la sacristía?
—No le oigo nada,
padre.
—Ya. Probemos con otra
cosa: ¿quién se bebe a escondidas el vino que guardo para la consagración?
—Le digo que no se oye
nada, padre.
—Claro, claro.
Entonces, dime: ¿quién se cuelga de la cuerda de la campana como si fuera un
columpio alertando a medio pueblo? La última vez me toco oficiar misa tres
veces seguidas para no defraudar a la feligresía.
—Padre, de verdad, no
se oye nada. Si quiere, compruébelo usted mismo. Póngase aquí y yo me meto
dentro.
El cura y el
monaguillo se intercambian los puestos.
—A ver, padre, ¿qué
pecados tiene que confesar?
—Yo no tengo pecados.
¿No ves que soy yo el encargado de administrar los pecados ajenos? Un cura
tiene otras cosas, pero pecados no.
—Bueno, le daré una
pequeña ayudita. Vamos a ver: ¿quién se acuesta con la mujer del boticario?
—Oye, pues tienes
razón. No se oye nada. Pero lo que se dice nada. Tendré que mandar la rejilla a
reparar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario