Un abogado recién
licenciado acaba de abrir un bufete y le pide al conserje del inmueble que le
avise cada vez que llegue un nuevo cliente. El conserje accede y unos minutos
después le advierte por el interfono:
—Señor abogado. Hay
aquí alguien que quiere verle.
—De acuerdo, dígale
que suba.
El abogado deja la
puerta entreabierta, se ajusta el nudo de la corbata, se alisa el pelo ante el
espejo, se sienta tras el escritorio, descuelga el teléfono y finge hallarse
inmerso en una conversación profesional con un importante cliente imaginario.
Cuando el cliente real aparece por la puerta, le indica con un gesto mundano
que tome asiento, sin dejar de hablar.
Tras quince minutos de palique, en los
que hace gala de toda su sapiencia jurídica para impresionar al visitante,
termina con un:
—Tú déjalo en mis
manos que yo me encargo de todo.
Cuelga el teléfono y
se dirige al visitante con la mejor de sus sonrisas.
—Dígame, ¿en qué puedo
serle útil?
No hay comentarios:
Publicar un comentario